V Domingo de Pascua
Por: P. Miguel Ángel Ramírez González
Sabemos que la historia de la Iglesia está, ya desde sus inicios, marcada con el sello pascual de Cristo; es más, la Iglesia solamente se entiende a sí misma y su vocación desde la Pascua de su Señor, pues no predicamos a otro Cristo, sino al Señor muerto y resucitado. Por eso no es sorprendente que, al narrarnos Lucas esos primeros pasos de la comunidad, recuerde las exhortaciones de Pablo, quien les invitaba «a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hech 14, 21-27). Es una manera de decir que no debemos temer el sufrimiento en el camino, pues la meta —es decir, el Reino de Dios— está más adelante.
Lo que Jesús vino a revelar es que la redención no se hizo por la muerte —no sería Dios de misericordia, ni tendría sentido su sacrificio—, sino que la redención se hizo por el amor entregado que da la vida.
Nuestra fe nos dicta que debemos crecer día a día en “los tres amores”. El primero es el que da sentido a los otros dos: debemos amar a Dios “con todo el corazón, con todas las fuerzas, con todo nuestro ser”, para que, desde allí, amemos al prójimo y a nosotros mismos. Claro, sabemos que nuestro amor es débil, olvidadizo y frágil, pero aún así, debemos amar. Louis Evely afirmaba: “Esta es la buena noticia que hay que anunciar al mundo: para hacerse como Dios, para ‘llegar a Dios’ no hay que hacerse rico, sabio, fuerte, rebosante de salud y majestuoso. Basta con amar y servir un poco más cada día”.
Amar nunca quitará la posibilidad del sufrimiento y, muchas veces, del desprecio del prójimo. Con todo, no debemos darnos por vencidos, recordando que lo importante es la meta, no el camino. Como decía la lectura de los Hechos de los Apóstoles: “hay que pasar por muchas tribulaciones” —sin olvidar la otra mitad del mensaje, que es de gozo—: “para entrar en el Reino de Dios”. Así es, la experiencia de la fe, de la esperanza y del amor tienen su realización no en ideas abstractas, sino en realidades vivas y concretas, en el aquí y ahora de la vida.
Louis Evely afirma: “El gozo y la alegría de Dios brota del mayor de los sufrimientos; no hay mayor gozo, mayor sufrimiento ni mayor amor que dar la vida por aquellos a los que se ama. Tal es la única felicidad de Dios”. Y el amor a lo divino se convierte en bienaventuranza, por eso Jesús señala: “Dichosos ustedes si así lo hacen”.
Es cierto, el sufrimiento y el amor van tomados de la mano en esta tierra. En vísperas de su entrega, Jesús les da el último y perfecto mandamiento para su Iglesia: el amor: «Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como yo les he amado; por este amor reconocerán todos que ustedes son mis discípulos» (Jn 13, 34-35). Por supuesto, la pregunta que nos hacemos es: ¿en qué consiste amar al estilo de Jesús? ¿Por qué es “nuevo” este mandamiento del amor total?
El escritor griego Nikos Kazantzakis, autor de la historia sobre la alegría de vivir titulada Zorba el griego, que estelarizó en una recordada película Anthony Quinn, nos dejó varias obras igualmente bellas. Comentaba Kazantzakis que los pescadores y la gente de campo le habían enseñado todo, especialmente la fe y el amor sencillo y directo. Es más, llegó a afirmar Nikos que fue una mujer sencilla, de pueblo, la que le hizo comprender la gratuidad del amor, tal como la pedía Cristo. Cierta vez que estaba en Creta, Nikos vio a una anciana que llevaba una cesta repleta de higos. Al pasar a su lado, la mujer dejó la cesta en el suelo y sacó un par de higos hermosos, que le dio al escritor. Nikos le preguntó:
—¿Acaso la conozco yo a usted?
Ella lo miró sorprendida y contestó:
—No, hijo. Ni yo a usted. ¿Acaso tengo que conocerlo para regalarle algo? Eres un hijo de Dios y un hermano. ¿No te parece esto razón suficiente?
Es cierto, “es razón suficiente” que el otro exista. Para el cristiano, la medida del amor no es el hombre en abstracto, sino la persona por quien Jesús entregó su vida; por lo que, con ese mismo amor, debemos amar al prójimo. Por eso habla de un “mandamiento nuevo”, ya que se trasciende la obligación ética de amar al hombre por el hecho de serlo, para amarlo con el mismo amor con que nos ama Cristo: “como yo los he amado”. Un amor así no había existido antes.
Revisaba mis notas y encontré una anotación que me hizo reflexionar toda la semana sobre el modo en que consideramos la Biblia. Resulta que el Padre Bernard Sesboüé, gran teólogo francés, señalaba que en ocasiones olvidamos el valor y el sentido de los textos bíblicos que leemos en la liturgia y la oración. Y yo pensaba que muchos leemos la Biblia como un texto más de la biblioteca, lleno de historias y personajes del pasado, pero olvidamos que es la Palabra de Dios dicha en palabras humanas, hablada en el trajín de la historia humana, y que es siempre actual.
Afirma que la “identidad cristiana de ayer, de hoy y de mañana no puede vivir más que por la actualización incesante de esta memoria”. Actualizar no es simplemente contar para hoy lo que pasó antaño, sino hacer del relato de antaño el relato de los creyentes de hoy. Es mostrar que el relato no se detendrá más que al final de los tiempos.
Es decir, hacemos memoria para actualizar la historia de salvación en la vida de cada uno, pues cada uno tiene parte en el relato; de modo que cada bautizado participa de esa historia, se hace relato de salvación en el que se une la gracia y la misericordia de Dios con la libertad humana expresada en fe, esperanza y amor. Cada uno de nosotros va escribiendo una página del “quinto evangelio”, como dijera alguien.
Es por eso que nuestro amor de cada día, nuestro perdón, nuestra entrega y servicio al necesitado, deben tener el sabor de la misericordia divina, y no de la simple solidaridad. Amamos como Jesús y amamos en Jesús, dando algo de nosotros al prójimo, que se ha convertido en hermano; y descubrimos a Jesús en el amor al prójimo.
La mujer que enseñó a Nikos el amor generoso lo hizo dando con sencillez dos higos por el hecho de verlo como hermano, haciendo presente a Cristo. La mujer encarna el amor divino y vive la novedad del llamado. Recordemos que lo que le da sentido a lo que creemos es el modo en que amamos y perdonamos; lo que da sentido a la vida es el amor y el perdón de todos los días.
Y creo que, además, hay un elemento medicinal, pues al amar —aunque haya sufrimiento— nos vamos liberando de nuestra hostilidad, de nuestro egoísmo, de nuestros vicios y nuestro pequeño y pobre amor narcisista. Entendemos que quien ha sufrido en Cristo, sabe amar, porque sus fibras humanas han sido templadas por el fuego de la cruz.
En este mundo vamos caminando todos juntos hacia Dios, que es amor. Sabemos por la fe que allí, junto a Él, no habrá llanto ni sufrimiento; pero entendemos también que ese Cielo nuevo y Tierra nueva se van construyendo desde esta vida. Es por eso que hoy Jesús nos advierte que ser su discípulo significa amar como Él. No hacerlo, no amar en esta vida, es —como Judas— salir de la presencia del Señor para hundirnos en las tinieblas.
El Apóstol Pedro, escribiendo a una comunidad que sufría la persecución y la muerte, les decía: «Alégrense en la medida en que participan en los sufrimientos de Cristo, para que también se alegren alborozados en la revelación de su gloria» (1 Pe 4,13).
Muchos, pues, llevamos en la carne las grietas producidas por el dolor de múltiples enfermedades, de abandonos y soledades. Llevamos también las marcas de horas de desaliento y del dolor de haber rechazado a Dios en esos momentos de Getsemaní personales. Pero sabemos que esta vida es efímera, que pronto terminará y podremos, si somos fieles a Dios en el amor, contemplar: «Un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21,1).
Dios quiere darnos esta realidad si perseveramos en la fe y unimos nuestros sufrimientos en el amor a los suyos, pues nos promete: «Esta es la morada de Dios con los hombres; vivirá con ellos como su Dios y ellos serán su pueblo. Dios enjugará todas sus lágrimas y ya no habrá muerte ni duelo, ni penas ni llantos, porque ya todo lo antiguo terminó» (Ap 21,5).
Santa Teresa de Calcuta señalaba que el amor empieza en el hogar, cuna y crisol de la fe y del amor. Dice Teresa: “El amor comienza en el hogar, el amor debería vivir en los hogares, pero como no lo hay, esa es la razón por la cual hay tanto sufrimiento y tanta infelicidad en el mundo de hoy… Todo el mundo parece estar bajo una terrible prisa, ansioso por desarrollos y riquezas grandiosas, de tal forma que los niños tienen muy poco tiempo para sus padres, y los padres tienen muy poco tiempo para ellos. De modo que es en el hogar donde comienza la destrucción de la paz del mundo”.
Empecemos por construir el Reino de Dios en nuestros hogares y en nuestras vidas. Teresa de Calcuta simplemente convirtió en compromiso el llamado de Jesús, el mismo mandato que nos da este día:
“Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como yo los he amado; y por este amor reconocerán todos que ustedes son mis discípulos” (Jn 13,34-35).














